Sin entrar en detalles, digamos que estaba en manos de un médico que debía hacer su labor y no disponía de anestesia, me dijo con claridad que habitualmente era necesaria y me preguntó si aún así quería que interviniese. Dije que sí. Mientras acercaba el bisturí yo no podía dejar de pensar en el minúsculo acero afilado que tiene esa herramienta, pero también me preguntaba cómo iba a reaccionar ante el dolor. ¿Me mordería la lengua, gritaría como un cerdo en San Martín? Pronto lo sabría.
Lancé una sarta de blasfemias que no creía posibles en mi boca. Aquella conversación entre un par de mineros que contemplé en el tren de regreso de la Pola, adornada con tres tacos en cada oración, eran frases elegantes y elaboradas ante mis gritos de dolor, que se centraban en Dios, su madre y todos los santos. No soy muy dado a los tacos, pero cuando las cosas se tuercen todos soltamos por la boca los sapos y culebras que nos quiebran por dentro.
Lancé una sarta de blasfemias que no creía posibles en mi boca. Aquella conversación entre un par de mineros que contemplé en el tren de regreso de la Pola, adornada con tres tacos en cada oración, eran frases elegantes y elaboradas ante mis gritos de dolor, que se centraban en Dios, su madre y todos los santos. No soy muy dado a los tacos, pero cuando las cosas se tuercen todos soltamos por la boca los sapos y culebras que nos quiebran por dentro.
También está ese profesor de filología que en medio de la refriega más aberrante grita fuera de sí: ¡árbitro, demagogo! Tal vez algunos esperan que, ante el error evidente del árbitro que perjudica a nuestro equipo, ese señor grite: voy a excretar sobre tu prostituta progenitora. Pero no es lo mismo la exclamación que el insulto.
Inmoral o incompetente son auténticos insultos, como demagogo: mencionan con claridad un defecto propio del atañido. La profesión o aficiones sexuales de la madre (hijo puta), o las del propio insultado (maricón, tortillera, lameculos), sus condiciones físicas (gorda, calvorota) o familiares (cabrón), considerados como insulto, no son más que una cuestión cultural de la que pueden participar los dos interfectos o no. Si decidiéramos que ser político es lo más bajo que se puede caer en nuestra sociedad, podría formar parte de nuestra cultura el insulto hijo de político. Pero la cultura es tan nuestra como el ombligo. Nos sentimos más violentos con estos absurdos del lenguaje, y ese tipo capaz de ejercer toda su violencia verbal de manera tan medida nos parece un bicho raro. Perdonen los bichos.
Publicado en El Comercio
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