miércoles, 9 de noviembre de 2011

TRANSPORTES


¡A tres euros de aquí, en dirección a los Campos Elíseos!, le grité al taxista. El hombre se rió un rato de mi chorrada y a pesar de los números del taxímetro que excedían en mucho mi escaso dinero me dejó al lado de esa cafetería que daba pinchos a troche y moche a todo trasnochador ovetense con hambre. Allí estarían los amigos perdidos por un momento de pasión.
          Los taxis forman parte de cualquier aventura ciudadana que se precie, dijo aquel productor de películas. Cuántas escenas de cine se han rodado en supuestos taxis: los protagonistas en ciernes de ser amantes o dejar su relación, los hombres de negocios a punto de resolver su discrepancia de malvadas maneras, ese recién llegado a la ciudad que se queda tonto con todo el paseo que le dan para llegar al hotel.
           Es fácil pensar que la realidad y la ficción son cercanas cuando te sientas en un taxi. Es inevitable pensar cuando viajas en un transporte público en las vidas ajenas, los que te rodean, los que han ocupado tu asiento. Pero un taxi es algo más personal.
           Cuando Paul Schrader, el guionista de Taxi driver, concibió a un personaje que perdía por completo los papeles de la rifa de los hombres equilibrados no podía pensar en un conductor de autobús, de tren o de avión. El contacto directo inevitablemente variopinto de un conductor de taxi nocturno en Nueva York era la madeja de su historia.
           No somos más que personajes en movimiento cuando cogemos un taxi, un tren o un avión, como aquel pensador maldito que rompió su vaso contra el asfalto y exigía del conductor una complicidad televisiva, o la señora del más alto cargo del comité olímpico internacional que dejaba caer sobre la moqueta su abrigo de visón y permitía que su criada se dirigiera a las azafatas para decirles que la señora de … no hablaba con el servicio.
           El tren es sin duda el mejor de los transportes públicos para la literatura. 

Publicado en El Comercio

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