La
risa o la sonrisa son demostraciones de que somos seres inteligentes
capaces de interpretar en una realidad ajena o propia algo gracioso,
chocante, curioso o ridículo.
Marcos Mundstock sólo tuvo que salir al escenario del teatro -de
esto hace unos años- y mencionar al ilustre compositor Johan
Sebastian Mastropiero para que todo el público rompiera en
aplausos y carcajadas. Y eso que todavía no había dicho nada más
que un nombre. ¿Cómo es posible tanta complicidad, tanta entrega?
Pues porque Les Luthiers son unos clásicos del humor desde hace
cuatro décadas, un humor genial e intransferible que muchos adoramos
y algunos han dado en llamar inteligente.
En cierta escena uno de ellos parecía recibir un golpe en la
rodilla. Gritaba. Pedía un médico. Su pedante compañero,
puntualizando, exigió un traumatólogo. Pero el herido, sujetándose
la articulación pedía a gritos, por favor, un urólogo, mientras
intercambiaba una mirada pícara con el público y movía
repetidamente las cejas. El teatro se partía.
Este número exige que el público sepa que un traumatólogo se ocupa
de los huesos y un urólogo trata los problemas del aparato sexual
(más o menos). Es decir, que el herido no estaba dolido de la
rodilla sino de su apéndice genital, que le llega hasta ese punto.
Lo mejor que nos podría pasar es que nadie considerase esto como
humor culto, sino para todos los públicos. Les Luthiers conocen bien
a sus seguidores y saben que pueden realizar ese tipo de bromas con
éxito.
Lo más absurdo, timador y vergonzante es que llamen humor
inteligente -con intención de dignificar lo propuesto y menospreciar
al resto- a cualquier engendro televisivo. El propio sentido del
humor es una demostración de inteligencia, otra cosa es definir la
inteligencia. Qué podemos añadir que no se haya dicho ya. O sí. Yo
soy un mero.
El
humor de Benny Hill pasará a la historia por su inolvidable
musiquilla de persecuciones a cámara rápida. Michael Jackson, un
tipo que sabía hacer mucho dinero con el espectáculo, compró los
derechos de todas sus secuencias. ¿Inteligente? Sesudo, oiga.
Publicado en El Comercio
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