Iba camino de una magnífica exposición en el Reina Sofía cuando subieron dos chavales. Durante nuestro trayecto compartido en metro, su intercambio de palabras era algo así: joder, tío. ya te digo, joder. vaya mierda. ya te digo. joder, tío, dios. ya, tío, joder, qué mierda. ya te digo.
Bajé en mi parada sin que nada me diera a entender qué tragedia atribulaba a los dos jóvenes de limitado vocabulario aquella subterránea mañana de julio. Lo cierto es, y esto puede parecerles sorprendente o pura evidencia, que aquellos chicos estaban manteniendo una conversación, intercambiando información; y el resto del mundo no lo entendía porque utilizaran un dialecto, una jerga profesional o un castellano lejano: era un lenguaje propio e inasequible para la mayoría de los oyentes, pero que existía, un intercambio de pareceres que sólo ellos podían interpretar. Algo parecido a ese argot de amigos, cómplices o amantes que se crea fortuitamente o de forma deliberada, para pasarse mensajes discretamente ante oídos forasteros.
Tener oídos dispuestos no nos iguala a Joyce, García Hortelano, Céline o Manuel Rivas, aunque también nos gusten los macarrones. En la vida real –lejos de escritores más dispuestos a escuchar su propia cháchara elaborada que a disfrutar descubriendo los ruidos del silencio o las palabras de los otros– el que sabe oír y callar suele ser amigo fiel, barman confesor sin penitencia, excepción en todo caso, aunque el saber popular nos recuerde que somos dueños de lo que callamos y esclavos de lo que decimos.
Publicado en El Comercio
2 comentarios:
Hum... tal vez las infinitas recombinaciones posibles de "mierda", "joder" y "tío", al igual que el lenguaje binario y el morse, puedan dar lugar a un texto sumamente complejo. O sea, que estaban analizando en su propio lenguaje los más sutiles conceptos del arte moderno, y tú sin darte cuenta.
Buena idea. Es más, seguro que se trataba de un lenguaje "trinario"...
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