Hay
obras de arte que consideramos propias, tan cercanas a nuestra vida cotidiana
como una camiseta, la taza del desayuno o esa cuchara favorita. Esta
asimilación de lo ajeno como propio y personal nos puede llevar a estados
coléricos —si alguien ha cogido nuestra servilleta— o a viajar a Dublín para
disfrutar del Bloom’s Day (ese día en que los admiradores del Ulises de James Joyce se juntan para
emular los pasos de sus protagonistas).
Lo
bueno de estas preferencias es que funcionan de una manera muy íntima, casi
privada. El círculo de iniciados puede
formarse de una persona o de unos cuantos iniciados que conocen perfectamente
el código compartido. No hay que explicar nada, puede haber intercambio de pareceres
y enfrentamientos: todos tenemos un profundo conocimiento del mito. Ese público que ha sido capaz de disfrutar en
sus asientos más de cuatro horas con las dos películas finales de Harry Potter
puede ser muy diverso pero comparten una pasión personal.
Lo
que a veces se convierte en algo traumático es el paso de lo que consideramos
íntimo a una forma artística de dominio público. La fama lo pone al alcance de
cualquiera, la conexión se pierde, ya
nada es lo que era, etc.
Steven
Spielberg conseguirá realizar su película sobre los cómics de Tintín a fines de
año, gran estreno navideño. Si las adaptaciones que hicieron para la televisión
ya me parecieron flojas, una película americana me parecerá un fraude, lo digo
como fanático de los cómics de Hergé, para pasar el rato con mis hijos las películas
de Tintín no están mal (les incito a leer, contándoles cuánto hay en el libro
que se pierde en la tele, y funciona).
Sin
embargo hay un arte íntimo que consideramos universalizado, y creemos que todos
deben conocer, y siento como una carencia aborrecible que alguien no sepa
quiénes son Les Luthiers, no haya leído El
señor de los anillos o El sueño
eterno. Luego está la profunda envidia ante quienes disfrutan por primera
vez de esas obras cuya parte de triunfo está en lo inesperado. Quién pudiera sentirlo
todo por primera vez, sin tener Alzheimer.
Publicado en El Comercio
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