No
sé exactamente en qué momento pero sin duda iba al colegio cuando
clavé aquella esfera de reloj sin agujas en la puerta de mi
habitación. De alguna manera tenía claro que los relojes no eran
más que un extraño adorno humano del devenir implacable.
Las maquinarias de
relojería aún siguen fascinándome. Empezaron a llamar mi atención
desde pequeño: aquellos enormes relojes de bolsillo Roskopf
Patent
que utilizaba mi abuelo (y, más tarde, el hecho de que siguiera
haciendo lo mismo con los cronógrafos de pulsera que le regalaban,
los que nunca llevaba en la muñeca); resultó imposible que dejara
de echar mano a la faltriquera para ver la hora. Quise pensar que lo
hacía no por costumbre, sino por cierto respeto al implacable dios
que podía albergar en su bolsillo, como calderilla o caramelos, para
no convertirlo en una herramienta simple a la que es tan fácil echar
una ojeada levantando la mano.
Con el tiempo he
sentido fascinación por la técnica como demostración de nuestras
incapacidades y mejores afanes. A nadie se le escapa que el paso del
tiempo tiene sentimientos: poco tienen que ver con el movimiento frío
y constante de las agujas los minutos finales de un partido
comprometido, o los que faltan para acabar una conferencia aburrida o
una despedida.
Toda esa mecánica
perfecta intenta reproducir un ritmo que no existe como tal. Al fin y
al cabo solo somos parte de una bola que gira en torno a otra más
grande durante un tiempo. Vaya usted a saber en qué billar de mala
muerte o buena vida estamos metidos, sujetos a fuerzas de gravedad y
otros agentes de las leyes de la física siempre dispuestos a la
marginalidad, la delincuencia y la alteración del orden natural. Sin
embargo, en una mezcla de necesidades prácticas y soberbia
intelectual, el ser humano buscó desde muy pronto la forma de
dividir y fraccionar tiempo y espacio para dar explicaciones. Las
estaciones que marcaban el ritmo vital del entorno dieron paso a
calendarios lunares, relojes solares, clepsidras, campanadas de fin
de año, artefactos con un par de agujas y una esfera dispuestos a
demostrar que todo se puede medir para quedar atrapado en la
cuadrícula. O casi.
Publicado en El Comercio
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