Está bien que uno recuerde cuál es su verdadera
patria, dónde estaría siempre dispuesto a volver para sentirse en casa y sólo
dar las explicaciones necesarias para seguir hojeando el periódico. Lo dijo
Bogart en una película, pero somos millones los que sentimos este lugar por
nuestro: los bares.
El bar de la esquina puede ser el
lugar de perdición de cualquier ser humano, como podría ser el supermercado, el
gimnasio o la búsqueda del remedio contra el cáncer. Esta puede parecer una
explicación superflua, pero hay quien está seguro de que ir al bar es malo, y
empezar a definir el bien y el mal es algo que se escapa a las pretensiones de
este breve texto. Puede convertirse en un lugar terrible si lo que está
disponible para todos se ha convertido en algo imprescindible para vivir –a los
ojos del acodado en la barra– y lo que
debería ser entretenimiento se convierte en necesidad. Pero también puede ser
el lugar en el que las frustraciones profesionales se conviertan en éxito
personal. O el entorno de tertulias del AMPA, donde madres de alumnos remueven
el veneno lento que decía Voltaire mientras maquinan, con mirada torva y gestos
de gánster, las próximas actividades extraescolares, salpimentando el crimen
programado con chistes no aptos para niños. O el rincón de intimidad de quien
necesita un poco de espacio propio cuando el hogar está lleno por todas partes
de presencias que no le dejan coger aire. Tampoco hay mejor lugar para
compartir glorias o derrotas deportivas. Y por supuesto es un lugar de
encuentro para el amor, la discrepancia, el altercado intelectual y las
confidencias.
Convertir un negocio de
compraventa en un hogar cercano, hasta el punto de sentirnos como en casa —o el
lugar necesario para el que precisamente no quiere sentirse como en casa—
depende en la mayor medida de la persona que está tras la barra. Ser el jefe de
estado y ministro de todo en ese país tras la barra otorga los títulos de
nobleza más sinceros que pueda dar la parroquia. La consistencia económica del
premio será lo que más importe, pero la parte emocional también existe.
Publicado en El Comercio
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