De
noche, las sombras cubren con ángulos siniestros la fachada del
edificio. Las salas que reciben a diario la visita de cientos de
personas están ahora vacías, silenciosas en la oscuridad; en los
pasillos y escaleras las formas se confunden desatando la imaginación
y el miedo. Se oye un ruido. Parecen voces. Risas. Vienen de arriba.
Hay alguien al final de la escalera, tras una puerta cerrada. La
rendija de luz en el suelo tiene vida propia, cambia de forma cada
vez que refleja los movimientos de los seres reunidos al otro lado:
los bibliófagos.
Si es
usted afortunado poseedor de algún ejemplar del libro Las confesiones de un bibliófago, de Jorge Ordaz, procure
almacenarlo con delicadeza puesto que su valor está en alza. Son
muchos los libros descatalogados, como este, pero sólo en casos
excepcionales, por alguna extraña razón, desatan las pasiones de
los coleccionistas y su valor se multiplica en el mercado. Tal vez
secretos clubes de devoradores de libros se reúnan en torno a unos
buenos lomos, guardas, portadas y cejillas bien condimentadas, bajo
el auspicio de ese curioso ejemplar a modo de Biblia.
El
club puede tener intereses menos estrambóticos, pero igualmente
placenteros, como la lectura compartida de libros destacados. Con La
Perla del Oriente (finalista del Premio Nadal 1993) comenzó
Jorge Ordaz su trilogía filipina, que continuó con Perdido edén
(en 1998) y la más reciente El fuego y las cenizas (2011).
Estas narraciones aventureras de estilo clásico, protagonizadas por
José Alfonso Ximénez de Gardoqui, Javier Villaamil o Claudio
Castellá, se sostienen en un gran trabajo de documentación que nos
permite descubrir una realidad histórica aparentemente condenada al
olvido: la presencia española en el Pacífico.
Profesor
en la Facultad de Geología de Oviedo hasta el curso pasado, traductor
ocasional de poesía, Ordaz – sabio, ameno, ilustre dijo alguien–
mantiene un blog de visita obligada: Obiter dicta. Lo que no
puede imaginar es que, al final de este encuentro con lectores, el
ingrediente principal del banquete no serán los libros, sino su
autor.
Publlicado en El Comercio
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